sábado, 31 de marzo de 2012

¿Y para qué quieres ser joven?

Cuando se es joven, a la persona le suelen decir que aproveche la juventud, porque los jóvenes son los que cambiarán el mundo.  Dicen otra cantidad de idioteces por el estilo, y hacen creer a quien es joven que está en capacidad de realmente lograr todo eso que las frases célebres dicen respecto de los jóvenes.

Esta gaviota ya no clasifica como joven, así que personalmente no me incluyo en el club de los jóvenes motivados, pero tampoco me incluyo en el club de los ancianos melancólicos.  Sin embargo, no deja de sorprenderme la doble moral que existe frente a la juventud.  De hecho, la clase de situaciones que entraré a referir, son suficientes para justificar, en mi sentir, aquella diferencia que alguna vez un profesor de colegio refería entre la moral y la moralidad.

La moral, decía él, era aquella que cada cual llevaba en su interior, y que le dictaba qué debería hacer o qué no hacer.  En otras formas, la moral era aquella frontera que definía lo que era bueno y lo que era malo.  Toda persona tiene moral, sin excepción.  Todos tenemos una noción de lo bueno y lo malo.  Otra cosa, es que no todos tengamos trazada la frontera en el mismo punto.  El trazo es único, como la huella digital, y por tanto la moral no es repetible.

La moralidad, en cambio, es aquella que va inherentemente ligada a la vida en sociedad.  Es la sociedad la que determina qué es conveniente o no hacer, y son esas reglas de bien y mal al ser masificadas las que constituyen la moralidad de una sociedad.  Ayudar a cruzar la calle a los ancianos, que los hombres cedan la silla a las mujeres, y no botar basura en la calle, son algunas formas de reglas propia de la moralidad y no de la moral.

Diría mi antiguo profesor que el dilema ético surge precisamente en la medida en que cada individuo resuelve esta tensión que existe entre la moral y la moralidad.  ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Precisamente porque actuamos entre el instinto y nuestra ética.  En ocasiones gana el instinto, en ocasiones gana la ética.  En ocasiones, aplicamos la técnica salomónica, y vamos por la mitad del camino.

¿A qué viene toda esta discusión, si supuestamente iba a escribir algo relacionado con la juventud?  Realmente, constituye el marco teórico de este picotazo.

Al interior de la Fiscalía General de la Nación, se ha presentado un revolcón que le ha costado la cabeza a mitad de la entidad, empezando por sus cabezas visibles.  De todo el gran lío que se ha presentado alrededor de este punto, existe un punto que me interesa destacar: el caso del Vicefiscal Martínez.

Wilson Martínez es una persona que con tan solo 33 años ha hecho mucho desde el punto de vista profesional.  Hasta donde le consta a esta Gaviota, es Doctor en Derecho Penal, ha trabajado como litigante por 10 años, es profesor universitario, y posee una gran agudeza intelectual.

Wilson Martínez era uno de esos casos de jóvenes brillantes con carreras en ascenso a muy corta edad.  Eso es lo que la universidad actual promueve.  Obtenga dos títulos universitarios, un postgrado y una maestría en un término máximo de 8 años.  Esto se le ofrece a jóvenes que se están graduando entre los 16 y 17 años.  Eso quiere decir que un joven de 25 años puede ser un gran académico y puede de allí en adelante gozar de 8 años de experiencia para a los 33 años (edad de Martínez) y llegar a un cargo de esos.

Sin embargo, al joven ex Vicefiscal le ocurrió lo mismo que le ocurre a la gran mayoría de jóvenes futbolistas del país, no los dejaron ascender, y los banquearon.  Es lo que le habría pasado a Lionel Messi si por alguna extraña razón hubiese jugado en Colombia.  Eso mismo fue lo que pasó con Martínez.  Producto del sistema educativo moderno, pagó el precio por ser joven, porque ser joven está mal visto a nivel profesional.

Conozco el triste caso de un amigo que para poder empezar a trabajar, le tocó utilizar truquitos para verse más viejo, porque en los Despachos a los que acudía en virtud de su profesión, lo trataban con desdén sin saber que era el abogado, y cuando sabían que era el abogado, lo seguían tratando con desdén.

Luego de haber referido el caso de Martínez, en términos bastante más simples de lo que fue, conviene hacerse la pregunta de si la sociedad a la que pertenecemos realmente está dispuesta a entregarse a sus jóvenes.  La justicia, al parecer no.  Me pregunto si en otros escenarios sí vale la pena ser joven.  En materia jurídica no.  La presunción de idiotez sigue operando.  Es una presunción de derecho, es decir, no admite prueba en contrario.

Recuerdo mi niñez, aquella etapa en donde los adultos lo consideran a uno increíblemente estúpido e incapaz de razonar como ellos.  Recuerdo cómo con mis amigos nos reprochábamos el que nos subestimaran tanto, en cualquier escenario.  Desde niño siempre me juré que no subestimaría la juventud como lo habían hecho cuando yo era joven.  Hasta ahora, creo que he cumplido.  Lamentablemente, en otros escenarios, esa promesa que quizás muchos nos hicimos en nuestra niñez, se ha olvidado o se ha roto a pesar de ser recordada.

Moral y moralidad.  Nuestra moral nos llevó a que en nuestra juventud estudiáramos y nos preparáramos para lograr cambios en el mundo.  La sociedad nos llevó a consumir y consumir educación con la promesa de que tras haber consumido suficiente, tendríamos la oportunidad de mostrar de qué somos capaces.

En mi caso, la juventud se pasa y no he conocido esa oportunidad.  En el caso de Wilson Martínez, le cerraron las puertas porque tener nueve años de experiencia profesional lo hace inepto, mientras que tener 10 años ya lo convierte en una persona capaz.  Finalmente, el asunto quedará en la memoria solo de algunos, pues los demás ni siquiera recordarán el asunto, o si lo recuerdan no le darán ninguna relevancia…  Estarán preocupados por adecuar sus respectivas hojas de vida para postularse para un cargo de esos que requieren el siguiente perfil:

“SE NECESITA ABOGADO DE 20-25 AÑOS CON AL MENOS 3 AÑOS DE EXPERIENCIA EN LITIGIO, Y DOMINIO DE AL MENOS TRES IDIOMAS.  SALARIO OFRECIDO: 1-2 SALARIOS MÍNIMOS.”
-->

viernes, 16 de marzo de 2012

Protesto contra las formas de protesta

El viernes estuve excesivamente ocupado en un sinnúmero de menesteres que me impidió vivir la realidad bogotana a plenitud.  Lo lamento, pues me hubiera gustado haber hecho el ejercicio de vivir el caos, y luego ver la transmisión que los medios hicieran del caos vivido.

Quizás el resultado habría sido más deplorable si hubiese vivido el caos directamente.  Sin embargo, las fuentes de información me indican que efectivamente fue tan lamentable como lo había imaginado en un principio.  He intentado abstraerme de la tristeza tan profunda que me genera ver a los bogotanos terminando de destruir lo poco que queda de la ciudad decente que alguna vez fue.



Imagen tomada de:  www.cmi.com.co

Al ver las imágenes de los buses articulados detenidos, mutilados y con manifestantes en los techos, recordé lo distinto que seguramente habría sido caminar las calles de la ciudad 64 años antes, cuando en febrero de 1948 un sinnúmero de colombianos habrían dejado su huella en las calles bogotanas, aquellas impresas bajo la consigna de guardar doloroso mutismo.  Respetuoso silencio sería el que seguramente sellaba cada suela con el pavimento en su andar por las calles de la ciudad.

Fue esa escena la que mi mente intentaba imaginar cuando mis ojos captaban otra totalmente distinta.  Pasé en cuestión de instantes de ver a aquél Gaitán que lideró la famosa “Marcha del silencio”, a ver a una cantidad de encapuchados robándose las taquillas de Transmilenio.  Más de seis décadas han transcurrido desde que el pueblo se organizó y reclamó sus derechos de manera pacífica y organizada hasta que llegaron piedras, ladrillos y otros como cualquier servicio a domicilio, como cualquier contrato moderno de suministro, para destruir aquello respecto del cual se exige el mejoramiento.

Miremos un poco la lógica detrás de lo ocurrido exactamente hace una semana:

Problema Jurídico a Resolver:  Transmilenio es malo, transmilenio es caro.

Premisa 1 (mayor):  Lo que está mal hay que mejorarlo.  Lo que constituye un problema hay que resolverlo y acabar con él.

Premisa 2 (menor):  Transmilenio está mal y Transmilenio es un problema para los bogotanos

Conclusión:  ¡Hay que acabar con Transmilenio!

Se tomaron el tema demasiado literal, al parecer.  En cuestión de horas efectivamente casi acaban con Transmilenio, y de paso, con muchos de los trastornados y malhumorados ocupantes.  Cuando veo esta clase de situaciones, inmediatamente pienso en lo que suele ser la idiosincrasia de del colombiano actual…

Cuando pienso en la idiosincrasia del colombiano actual, recuerdo que actualmente no existe una idiosincrasia del colombiano, sino que existe la mezcla de muchas idiosincrasias, dependiendo del lugar del mundo que más admire (Para ello, conviene recordar el ejemplo de Tony´s Place que planteo en “G-8 y G-5 Vs. B.I.”.  La idiosincrasia del ser humano, en general, es acabar con todo lo que le pueda ser molesto o fastidioso.  Y en eso, los colombianos nos hemos vuelto bastante buenos.  Desde los círculos sociales más bajos, hasta los círculos sociales más altos (quienes por cierto, suelen ser los más bajos). 

En fin… Pienso en la idiosincrasia del colombiano actual, y me doy cuenta que no vale la pena desgastarme en ese tema.  Basta simplemente recordar que la humanidad es mala, y eso hace que todo cobre sentido.  Hay quienes aún piensan que la humanidad es buena, y me alegra que aún existan personas que piensan eso.  Denota que efectivamente hay optimismo, o que hay ingenuidad.  Eso es bueno.  Lamentablemente en ocasiones también deja entrever que existe profunda ironía, desbordante sarcasmo o exuberante desfachatez.  Conozco un par de casos de amantes del ser humano que encajan en esta categoría.  Independientemente de los cándidos o los cínicos, es claro que el problema real con lo ocurrido hace una semana, no es propiamente la reivindicación de derechos.

Lo que ocurre es que por algún extraño motivo, existe a estas alturas personas como el ex Magistrado Jaime Araujo Rentería, el ex Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo, o un porcentaje de los que ejercen la profesión de ‘Estudiantes’ en algunas universidades (principalmente algunas públicas), que creen que ante un problema en una partida de ajedrez, es mejor tumbar las fichas del tablero que intentar recuperar la posición perdida.  Esa filosofía de Hiroshima y Nagasaki es la que me resulta personalmente fastidiosa.

Basta escuchar las consignas de protesta que cada cierto tiempo inundan la Carrera 7ª de Bogotá, para darse cuenta que a muchos de ellos les gusta intentar ganar el campeonato de ser los más salvajes y degenerados de la ciudad.  ¿Es acaso la destrucción de la cosa pública lo adecuado cuando queremos protestar por algo?  ¿No se ha sofisticado el derecho lo suficiente para consagrar figuaras como la acción popular o la acción de cumplimiento para lograr que aquello que por Constitución corresponde se haga?  ¿De nada sirve que la Corte Constitucional haya decantado la figura de la inconstitucionalidad por omisión legislativa?  ¿El conocido y nunca debidamente valorado “Derecho de petición” no sirva para solicitar cosas como, “ampliar la red de buses articulados de transmilenio?

¿Es que acaso la piedra y la papa-bomba es lo único que se puede hacer para manifestar la inconformidad?  Personalmente, cada vez me resulta más molesta la protesta.  Sea esta, una sentida protesta contra aquellos que protestan.  No más destrucción en nombre de la inconformidad.  Mejor las ideas y las gestiones que la destrucción y el vandalismo.  Ahhh, y por cierto: sería bueno que devolvieran la plata que se llevaron… 
-->

jueves, 8 de marzo de 2012

De conversaciones inteligentes y otras bobadas

Cuando concluyó su exposición, soltando la tecla izquierda del ratón y girando con cierta brusquedad la cabeza para indagar mi sentir sobre el particular, percibí esa mirada con la cual no he podido habituarme desde niño.  Es esa clase de mirada que no indaga pero descubre todo.  Hace algún tiempo no tenía esa misma sensación.  La última vez que la tuve, había sido con un médico, en una cita en la que yo tenía que exponer algo que no me resultaba muy cómodo describir.  En esta ocasión, en cambio, no había nada incómodo en la conversación.  Se trataba de una charla en la que de manera muy amable contrastamos principios morales y religiosos a través de las vivencias de un tercero.

Cuando finalmente nuestras miradas se encontraron, él estaba esperando saber si estaba de acuerdo con la manera en que este sacerdote brasilero, lo arriesgó todo para ayudar a los miserables, y con empeño y dedicación ha hecho milagros tangibles.  Esa era la anécdota que él venía relatando desde hacía algunos minutos.  El tema de fondo, en su sentir, era que la religión hoy en día implicaba una modalidad de farsa individual.  Voy juicioso a misa, pero no practico absolutamente nada.  Personalmente, estaba de acuerdo en la afirmación, y me consideraba un pájaro perteneciente a este no tan selecto grupo de individuos.  “Claro, hay peores”, pensé.

Por algún motivo que en este momento me resulta difícil recordar, la conversación adoptó otro rumbo, y llegamos a una discusión algo más agradable para mí.  Se trató de una conversación breve en la que hablamos del colonialismo intelectual.  Hoy en día, hablar sin citas bibliográficas de cuando menos treinta grados de latitud o 80 de longitud de distancia, está mal visto.  El que más sabe, es el que mejor puede citar a Marx, decíamos, aunque lleve algún tiempo muerto y nunca hubiera conocido la lucha de clases colombiana.  Con un comentario muy digno de mi interlocutor, ejemplificó cómo la clase obrera aquí en Latinoamérica no existe, y que bajo ese entendido, el marximo es difícilmente aplicable.  “Sin embargo”, rematé yo, “hay que saber citarlo”.

Esa noche, hablamos un buen tiempo.  Hablamos una cantidad de bobadas, y de otras cosas que realmente no lo son, pero lo hicimos a partir de una estructura intelectual propia y no con ánimos de enmarcar en neón nuestros correspondientes coeficientes intelectuales. Eso último, que intuí aquella noche lo habría de verificar tan solo un día después, cuando nos volvimos a encontrar, y surgió una discusión acerca de las varias formas en que se discrimina a diversos sectores de la población, por las razones más sencillas.

En el caso colombiano, hay muchos que sienten que son colombianos únicamente porque el pasaporte así lo dice, pero que probablemente sostendrán sus conversaciones en otro idioma más de su agrado.  Son verdaderos ‘extranjeros por adopción’.  Normalmente, esta clase de individuos son los que suelen llamar ‘indios’ al resto de la población, y se divierten cuando ven que a algunas personas les gusta ir al Parque Simón Bolívar, o a Maloka.  Luego vienen aquellos que se doblegan ante los ‘extranjeros por adopción’.  Ellos se sienten colombianos, pero se avergüenzan de compartir el título con un 70% o más de la población.  “Ahí estamos pintados”, es una frase usual en ellos.

Para mi interlocutor, era menester intentar averiguar qué razones sociológicas e históricas llevaban a esta situación tan extraña.  Según él, mucho tenía que ver con el sistema de colonianismo, que era propio de Colombia.  Repliqué yo en su momento que no estaba acuerdo del todo con este tema, ya que colonias ha habido de todas clases, e incluso en otros continentes, pero no era claro que el sistema funcionara igual en todos los países colonizados, ni en los colonizadores.  En me sentir, el asunto seguía siendo producto del servilismo intelectual del que habíamos hablado el día anterior.  Como muy buen sistema feudal, hay un GRAN señor feudal, y de allí para abajo.

No sé realmente cuántas horas pudimos conversar, ya que el grupo era nutrido y la conversación fluida.  Sé, sin embargo, que a nadie realmente le interesaba salir triunfador, o procurarse discípulos.  Conversaciones medianamente basadas en conocimiento histórico, sociológico, político o simplemente anecdótico.  Sin embargo, no era conversación ilustrada.

En particular, esta gaviota ignorante no tuvo necesidad de recurrir a su pequeño libro de citas preparadas para público exigente, de las cuales el 100% se trataba de cadáveres extranjeros (término utilizado por mi interlocutor para referirse a autores extranjeros fallecidos hace mucho).  De hecho, creo que en cierta forma era un reto intentar revalidar la importancia de pensadores locales, algo que tristemente no ocurre en este país. 

Luego, antes de dormir aquella noche, reiteré mi deseo ante Dios, de que tantas mentes excepcionales que hay en el mundo, se dedicaran más a sostener conversaciones inteligentes, y no tanto conversaciones ilustradas.  Sería bonito que no tuviéramos que intentar ser o no ser una ‘autoridad’ en los temas, sino que realmente pudiésemos sacar proyectos adelante sin esperar la corona de laurel, o reverencias pomposas.  Lamentablemente, el ego es un asunto enviciante, y lamentablemente, entre más escenarios he tenido la oportunidad de conocer, más evidente me resulta esta realidad.

A mi contertulio, le agradezco su genial labor de no estratificarnos a todos los que conversábamos.  Muestra de que realmente quería una conversación inteligente, y no ilustrada.  La conclusión fue lo de menos, pero el viaje estuvo sabroso.  Sé que ya habrá oportunidad de que se ‘mida’ con otros ilustrados ilustradores.  Sin embargo, tengo claro que eso no le importa, y quizá por eso, lo valoro más.

Al apreciado profesor y amigo extranjero, cuyo nombre no diré para no caer en la más baja de las contradicciones, un abrazo y un saludo a lo lejos.  
-->