martes, 13 de enero de 2009

Entendiendo a Joseph K.

Hoy es un día muy especial. En Colombia se inicia un nuevo año de actividad judicial, terminada la merecida o inmerecida vacancia judicial. Dentro de mi listado de deseos del pasado 31 de diciembre, recuerdo que una de mis últimas uvas la empleé para desear por la mejoría de la justicia en el mundo, y en especial, en Colombia. Por si acaso, decidí tomar un reaseguro, y utilicé igualmente la famosa técnica de la ley de la atracción, a la cual he sido introducido debido al auge de El Secreto. Esta técnica infalible, según dicen, de lograr que los propósitos se conviertan en realidad gracias al poder de la mente, resulta al menos interesante en la medida en que nadie ha podido explicar cómo funciona eso.

Tengo claro, que mi mente genera una energía especial que hace que el cosmos se configure por sí solo para hacer realidad mi propósito, en la medida en que ya yo lo de por realizado. Por un momento, pensé que el cosmos había hecho su jugada maestra más rápido de lo que creía, puesto que los primeros días de enero me encontré con un clima cálido, pero no desesperante, con calles transitables, menos quemados por la pólvora, y con noticias sobre la terminación del estado de conmoción interior que fuera convocado para poner en su sitio a los jueces “revoltosos”. Sin embargo, no duró mucho mi dicha, al ver que simultáneamente masacraban personas en la Franja de Gaza, que el salario mínimo subió lo suficiente para ser considerado una miseria, y al revisar los canales privados vanagloriarse por la prórroga por la concesión de televisión, siempre resaltando lo buenos que son. Mientras tanto, el alcalde de Bogotá gozaba de vacaciones sin tener aún derecho a ellas, y el Presidente de la República empezaba a arreglarse para recibir galardones por el mundo. Interesante la manera en que el cosmos se alinea para cumplir con mi propósito.

Creo que la culpa es de Kafka. De hecho, finalizando diciembre, opté por descender un escalón en mi nivel de incultura, y decidí leer El Proceso, del mencionado autor. Confieso que me gustó mucho, en cuanto a su contenido, situación que me genera grave preocupación, porque si existe identificación entre uno y los textos de Kafka, es porque algo no anda bien. Seguramente eso causó que el cosmos me jugara una mala pasada. Tal vez, al mejor estilo de las corridas de toros, embestí a la justicia con el ímpetu de un toro bravo, encontrándome con una ejemplar Verónica por parte de esta última, invitándome a seguir intentando. Al igual que Joseph K. en su primera audiencia, he fustigado a la justicia a diestra y siniestra, renegando de ella queriendo brindarle diversas lecciones, pero esta última no busca que yo le agrade, ni ella agradarme a mí, sino quizás imponerse sobre mí como a bien tenga ella.

“Aquí están los mismos jueces, y la misma justicia”, me dice ella mientras despectivamente me realiza una Gaonera digna de aplausos. “No puede ser”, le digo yo. Me he entrenado toda mi vida para cambiarte, para vencerte a mi manera”, digo yo. “Me he valido de las frases mágicas que aprendí hace varios años: La jurisprudencia es el conocimiento de lo divino y lo humano, la ciencia de lo justo y de lo injusto. Soy un científico del derecho, tengo poder sobre ti.” Banderillas para mí, por parte de uno de sus secuaces. “Aún no comprendes.”, me dice ella. “Te vales de tu supuesta ciencia, que a lo sumo, es la arqueología del derecho. Puedes intentar comprender el pasado pero no cambiar el presente, ni predecir el futuro.” Adolorido, recuerdo a Joseph K., escuchando la historia del centinela que le prohibía el ingreso al hombre moribundo, y debatiendo arduamente para demostrar la falacia de la historia. “Tus métodos”, continúa la justicia”, son injustos por definición, y tienes el descaro de llamarme a mí injusta. Te vales de una uvas para que el próximo año, por esta misma época, cuadres tu espejo para mirar hacia atrás. Eso se llama retrospección, y ella solo es válida en la medida en que lo que hayas visto pueda generar los efectos del derecho. Tanto el pasado como la norma las controlo yo, y por ende, eres una simple marioneta en esta historia.”

Al instante, pienso en Nuremberg, como si la justicia me obligase a repasar aquel episodio, reviviéndolo a cada instante con constante desesperación de ver lo que su gran poder es capaz de lograr. Me enseña los cadáveres de Aquiles, y de Arturo, el legendario rey. Me muestra que quien pretende ser su portavoz, sin su consentimiento, resulta acabado. “Y K.?”, le pregunto yo. “Por qué no me lo muestras?” Sonriente, me replica: “Tu amigo Joseph sufre las consecuencias de creer estar por encima de mí. Su sola existencia es prueba fehaciente de mi poder y mi escasa maleabilidad. El nació y murió para demostrar que existo y que soy irremediable. Soy quien deseo ser.”

Aún me queda la ley de la atracción, el famoso secreto, pienso sin mover un solo músculo, como pretendiendo burlarla. Adivinando mi pensamiento me reposta con desdén: “Oye arqueólogo, ¿aún no entiendes? Tu codiciado secreto es un intento fallido por revivir la retroactividad de la norma. Crees haber logrado lo que aún no logras, a la espera de que se logre. Si algo adquieres es porque yo, la justicia, lo quiso así, no porque tú hayas podido hacer nada. La retroactividad no existe en el derecho.” Inmediatamente pienso en el favor rei. “Sí”, me contesta. Favorable a quien ya he previamente condenado. Esa es mi misericordia”.

En ese momento, paso de sentir simpatía por K., a un creciente sentimiento de odio y desprecio. Se deja morir, sucumbe ante sus ideales. Muere como un indigno. Tal vez en esta fiesta brava de la que soy protagonista, mi suerte esté echada, pienso yo. Probablemente mi destino es fenecer ante la estocada de la implacable justicia, sin embargo, al haber sido burlado por mi capota, ya estoy cambiándola, y no podrá volver a realizar una Verónica sin recordar que he sido yo quien le ha enseñado cómo se hace. Recordé que personas como yo, hace miles de años, la gestaron y la empoderaron, y que su poder no es más que el de aquellos que le dieron vida.

Presiento que en ese momento, ella titubea, y en esa fracción de segundo, mi filudo pico alcanza a rozar su “humanidad”, hiriéndole. Es confuso pues no siento dolor ni alegría, tan solo confusión. La he cambiado, porque la he descubierto sin necesidad de entenderla. La he podido cambiar. Pienso en K., y lo entiendo un poco más. Entiendo su actuar y el porqué de su decisión. Creo entender por qué Kafka, deseando que su obra fuera destruida, no fue capaz de hacerlo él mismo, y ha debido llegar a mí. Tarde, pero ha llegado.

Es el año judicial modelo 2009. Una nueva corrida. Es hora de afilar mi pico.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"(...) porque si existe identificación entre uno y los textos de Kafka, es porque algo no anda bien"; ¡Caray amigo mío!, esta línea parece sacada del acervo de frases de cualquiera de los grandes personajes de Dickens, y eso, para serte franco, me hace sentir orgullo ajeno.

Mientras leía los párrafos finales de este post, me vino a la mente la imagen de un Nietzche de rostro sereno y brazos cruzados, mirando a lontananza sobre una colina, como quien simplemente quiere olvidarse de lo bueno y lo malo, como quien nada más quiere olvidarse de la justicia.

Felicitaciones por el ingreso... ¡Está muy bueno!

Gaviota dijo...

Wow. Muchas gracias por el comentario Carlos Javier. Son dos referencias sumamente interesantes, que me hacen sentir orgulloso también a mí.

Gracias por la motivación y por el ánimo, que son el combustible de este plumífero.

Un abrazo.