Basándome en un juego de lógica, que conocí hace mucho tiempo, me he propuesto modificar el ejemplo original que trae el libro Juegos de Ingenio, de P. Vives. (Ediciones Martínez Roca : Barcelona), que siempre me ha parecido interesante, y que puede ser utilizar para introducir el tema que trataré el día de hoy. El ejemplo no es equivalente al original, pero nos pone a pensar respecto de un problema jurídico importante al que nos estamos enfrentando en Colombia.
Supongamos que en nuestro mundo imaginario, existen dos clases de jueces. De una parte, están los jueces rectos, es decir aquellos que siempre acatan la ley, defienden la verdad y los parámetros de justicia y que no se dejan llevar por sus prejuzgamientos apasionados. De otra parte, están los jueces torcidos, es decir aquellos que dicen acatar la ley y no lo hacen, para quienes el parámetro de justicia es el que ellos mismos se trazan, y que siempre tienden a justificar sus pronunciamientos prejuzgados, para aparentar rectitud, es decir, que siempre mienten.
En este estado de cosas, llega un fiscal investigador a un café donde se encuentran tres de ellos tomando café. La música está a niveles elevados, lo que impide que pueda escuchar muy bien, y le gustaría averiguar cuáles de nuestros tres jueces son rectos, y cuáles son torcidos, porque no ha podido diferenciarlos con claridad. Procede a formular la misma pregunta a los tres. Pregunta nuestro fiscal: “¿Usted es un juez justo?”. En el caso de los primeros dos jueces, no puede escuchar la respuesta el fiscal por que la música es demasiado fuerte. En un momento en que se ha terminado la canción y va a empezar a sonar la siguiente, alcanza a escuchar al último que dice: “Ellos dos dicen que son justos, pero en realidad son torcidos.” El fiscal, satisfecho con la respuesta, sale del café y se va a trabajar. La pregunta que surge es: ¿Cuál de los jueces es recto y cuál es torcido? Es importante recordar que los torcidos siempre mienten y los justos siempre dicen la verdad.
Mientras encuentran la correspondiente respuesta lógica, me gustaría hacer referencia a un ingreso que encontré en el blog llamado Certidumbres e inquietudes, una página que es dirigida por un exmagistrados de la Corte Constitucional colombiana, José Gregorio Hernández Galindo. En su más reciente ingreso, titulado “¡Ojo a las pruebas!”, Hernández Galindo procede a realizar una crítica a la forma en que los funcionarios (él específicamente hace referencia a los fiscales, jueces y procuradores) valoran las pruebas, dentro de los procedimientos de los cuales tienen conocimiento. Básicamente, su postura es que están valorando mal las pruebas, porque no están confrontándolas entre sí, y se les otorga más o menos valor conforme a meras apreciaciones subjetivas, o sin aplicar lógica (como la que debimos aplicar para averiguar la respuesta al ejemplo propuesto).
Considera Hernández Galindo, que la indebida valoración de las pruebas genera poca confianza en el sistema de administración de justicia, y que ello no puede enmascararse detrás del concepto de la autonomía funcional –que desde su punto de vista, el cual comparto plenamente, ha sido mal entendida– porque son dos conceptos diferentes y diferenciables. Concluye él que la justicia está improvisando y que, peor aún, está desconociendo la lógica.
Hace un par de días, cuando me referí al paro judicial colombiano, recibí un comentario de Jorge, quien me reclama ser ofensivo y poco justo con la actividad de los jueces colombianos. Acepté las críticas, porque precisamente de eso se trata este escenario, de un debate sano que confronte posiciones. Sin embargo, considero yo, la investidura de juez o de fiscal, o de procurador, o de Ministro, o de Presidente, o de “honorable”, por sí mismo no justifica la decisión. La famosa batalla de las investiduras, y la compra de indulgencias, son momentos históricos que debimos afrontar (me refiero a la raza humana) en la Edad Media, y que se creyó superado hace mucho tiempo.
Sin embargo, la pregunta que surge hoy es la siguiente. ¿Realmente nuestros operadores jurídicos están aplicando la sana crítica al momento de adoptar sus decisiones? Si le preguntamos al exfiscal Ramiro Marín Vásquez, probablemente diría que en sus casos sí, pero en el de otros (como por ejemplo el Vicefiscal Guillermo Mendoza Diago) no. Sin embargo, si le preguntáramos a Mendoza Diago, probablemente daría la misma respuesta. Se parece un poco la situación a un ejemplo “hipotético” que puede sonar familiar.
He escuchado a un sector de abogados conocidos, de respetable recorrido, señalar que el problema radica en que ya no saben interpretar. Mejor dicho, no manejan las reglas de interpretación, que están allí y siempre han estado. Revisando muchas decisiones recientes, parece ser que tienen razón. Otros dirán, que el problema no radica en la interpretación de las normas, sino en la indebida argumentación jurídica de los funcionarios, que recurren a toda clase de falacias argumentativas, creyendo que están argumentando impecablemente. Hernández Galindo hace referencia a la indebida valoración de las pruebas. Es decir, que no se están aplicando las reglas de la sana crítica, y más bien se ha reemplazado por un verdadero remate de finalización de temporada, como hacen los almacenes de cadena, que terminan ofreciendo promociones llamativas para que compremos más de algunos productos y menos de otros.
Se ha popularizado en nuestro medio, y gracias (o por culpa) a los medios de comunicación, la existencia de carteles de testigos. El problema no es que los carteles de testigos existan, sino que existen funcionarios que creen que su palabra es la verdad sabida, y ni siquiera dudan de su contenido. Para utilizar términos cotidianos, dirían nuestros funcionarios que han realizado una exposición espontánea y coherente y que por ello merece darle credibilidad al contenido del testimonio. No miento. Así ocurre en muchísimos casos. Por eso es que muchas veces cuestiono severamente a nuestros “honorables”, que adelantan procesos con fundamento en testimonios de individuos que a su vez están siendo procesados, y en donde el único factor de discernimiento es la impresión de sensatez que ostente el testigo. Yidis dice que dice la verdad, y los funcionarios investigados dicen que miente voluntariamente, o porque está demente. El caso es que el posible resultado de estos casos derive de si le creemos más al Ministro perverso –o al perverso Ministro–, mejor, o a una persona que quiere reivindicarse con la verdad, después de haberla maltratado, y que por eso merece credibilidad.
El tema se torna aún más complicado si miramos casos como el del Presidente Uribe contra el Magistrado Valencia Copete, en el que ambos juran que dicen la verdad y que los ataques contrarios son obra y gracia de un maquiavélico plan en su contra. Error. Maquiavelo era práctico y bastante táctico. A lo sumo, se trata de una simple y vil estratagema de descrédito. ¿Cómo resolver el caso entre un Magistrado infalible y un Presidente intocable? La respuesta correcta es, en derecho, pero lastimosamente, esa opción la eliminaron del brochure. Cualquier cosa podrá ocurrir, y seguramente nos veríamos enfrentados a un pronunciamiento como el de nuestro Fiscal General de la Nación, que menciona que todos, incluyéndose a él mismo, han sido engañados por todos, y ya.
La historia se está repitiendo. La Constitución no dice lo que realmente dice la Constitución. Las reglas de juego sobre las que se funda el juego democrático, no son intangibles mientras que el juego es variable, sino que cambiamos las reglas de juego para que se acomoden al juego concreto. Las normas reglamentarias que interpretan la ley, hoy pueden decir todo lo contrario a la ley que las funda, y se justifica la posición porque la ley le dio facultades interpretativas a un funcionario de la administración pública. Los fiscales se valen del carácter secreto de sus expedientes, no para montar un buen caso contra la defensa, sino para que el denunciante no pueda ejercer ninguna clase de control sobre su autónoma labor.
En un anterior ingreso, referencié el Tratado de la República de Cicerón, donde él defendía la justicia como el criterio orientador de todo buen gobernante (entendiéndolo en sentido amplio). En ese mismo texto, el autor parte de algo que para él era muy claro. Libertad no es sinónimo de licencia. Kant restringía la libertad de las personas hasta el momento en que se ingresara a la órbita de los derechos de otras personas. Kelsen se refería a la norma fundante como fuente de legitimación de los actos subordinados.
El problema al que nos enfrentamos actualmente es que nuestros operadores jurídicos parten de una contradicción lógica bastante simple, pero profundamente dañina. En efecto, los jueces en sus providencias, únicamente están sometidos al imperio de la ley –y de la Constitución– el problema radica en que cuando la Constitución es lo que la Corte Constitucional dice, por recordar lo que alguna vez manifestó el hoy exmagistrados Hernández Galindo– y la ley es lo que el juez dice que es, entonces nos encontramos con que el juez únicamente está sometido al imperio de sí mismo. Bajo ese entendido, entonces, nuestros jueces torcidos y rectos siempre serían justos, porque su actuación únicamente podría ser evaluada bajo sus propios preceptos, y no bajo criterios objetivos de sana crítica, de interpretación razonable y de argumentación jurídica. Parece inconcebible que estos puntos, que son lo primero que se le enseña a un estudiante de derecho, sean lo que tienen en crisis la administración de justicia en nuestro país.
Ya en su momento lo mencionó el autor Julio de Zan en su obra La ética, los derechos y la justicia, valiéndose de una cita de B.L. Shientag:
Este sentido popperiano del falibilismo de la razón no es extraño por cierto a la literatura de la teoría del derecho, pero tien que hacer todavía probablemente mucho camino en la conciencia y en la práctica de los jueces. “El juez que, antes de escuchar un caso , tiene la conciencia de que todos los hombres piensan con determinados prejuicios y pueden ser engañados por sus preferencias, tiene mayores posibilidades de hacer un esfuerzo conciente para lograr mayor imparcialidad y desapasionamiento que aquel que se cree que su elevación al tribunal lo ha transformado de una sola vez en el instrumento deshumanizado de una infalible lógica de la verdad” (Pg. 109 - Ed. Konrad Adenauer - 2004).
En otro momento nos referiremos a otros elementos importantes que aporta este autor. Por ahora, conviene revisar si en efecto nuestra sana crítica es sana, o al menos si siquiera es crítica. Por el momento, Hernández Galindo y yo parecemos estar de acuerdo en que no parece ser así. Mientras tanto, intentemos rescatar algo de la lógica para averiguar cuales de nuestros tres jueces son rectos y cuales son torcidos.
Supongamos que en nuestro mundo imaginario, existen dos clases de jueces. De una parte, están los jueces rectos, es decir aquellos que siempre acatan la ley, defienden la verdad y los parámetros de justicia y que no se dejan llevar por sus prejuzgamientos apasionados. De otra parte, están los jueces torcidos, es decir aquellos que dicen acatar la ley y no lo hacen, para quienes el parámetro de justicia es el que ellos mismos se trazan, y que siempre tienden a justificar sus pronunciamientos prejuzgados, para aparentar rectitud, es decir, que siempre mienten.
En este estado de cosas, llega un fiscal investigador a un café donde se encuentran tres de ellos tomando café. La música está a niveles elevados, lo que impide que pueda escuchar muy bien, y le gustaría averiguar cuáles de nuestros tres jueces son rectos, y cuáles son torcidos, porque no ha podido diferenciarlos con claridad. Procede a formular la misma pregunta a los tres. Pregunta nuestro fiscal: “¿Usted es un juez justo?”. En el caso de los primeros dos jueces, no puede escuchar la respuesta el fiscal por que la música es demasiado fuerte. En un momento en que se ha terminado la canción y va a empezar a sonar la siguiente, alcanza a escuchar al último que dice: “Ellos dos dicen que son justos, pero en realidad son torcidos.” El fiscal, satisfecho con la respuesta, sale del café y se va a trabajar. La pregunta que surge es: ¿Cuál de los jueces es recto y cuál es torcido? Es importante recordar que los torcidos siempre mienten y los justos siempre dicen la verdad.
Mientras encuentran la correspondiente respuesta lógica, me gustaría hacer referencia a un ingreso que encontré en el blog llamado Certidumbres e inquietudes, una página que es dirigida por un exmagistrados de la Corte Constitucional colombiana, José Gregorio Hernández Galindo. En su más reciente ingreso, titulado “¡Ojo a las pruebas!”, Hernández Galindo procede a realizar una crítica a la forma en que los funcionarios (él específicamente hace referencia a los fiscales, jueces y procuradores) valoran las pruebas, dentro de los procedimientos de los cuales tienen conocimiento. Básicamente, su postura es que están valorando mal las pruebas, porque no están confrontándolas entre sí, y se les otorga más o menos valor conforme a meras apreciaciones subjetivas, o sin aplicar lógica (como la que debimos aplicar para averiguar la respuesta al ejemplo propuesto).
Considera Hernández Galindo, que la indebida valoración de las pruebas genera poca confianza en el sistema de administración de justicia, y que ello no puede enmascararse detrás del concepto de la autonomía funcional –que desde su punto de vista, el cual comparto plenamente, ha sido mal entendida– porque son dos conceptos diferentes y diferenciables. Concluye él que la justicia está improvisando y que, peor aún, está desconociendo la lógica.
Hace un par de días, cuando me referí al paro judicial colombiano, recibí un comentario de Jorge, quien me reclama ser ofensivo y poco justo con la actividad de los jueces colombianos. Acepté las críticas, porque precisamente de eso se trata este escenario, de un debate sano que confronte posiciones. Sin embargo, considero yo, la investidura de juez o de fiscal, o de procurador, o de Ministro, o de Presidente, o de “honorable”, por sí mismo no justifica la decisión. La famosa batalla de las investiduras, y la compra de indulgencias, son momentos históricos que debimos afrontar (me refiero a la raza humana) en la Edad Media, y que se creyó superado hace mucho tiempo.
Sin embargo, la pregunta que surge hoy es la siguiente. ¿Realmente nuestros operadores jurídicos están aplicando la sana crítica al momento de adoptar sus decisiones? Si le preguntamos al exfiscal Ramiro Marín Vásquez, probablemente diría que en sus casos sí, pero en el de otros (como por ejemplo el Vicefiscal Guillermo Mendoza Diago) no. Sin embargo, si le preguntáramos a Mendoza Diago, probablemente daría la misma respuesta. Se parece un poco la situación a un ejemplo “hipotético” que puede sonar familiar.
He escuchado a un sector de abogados conocidos, de respetable recorrido, señalar que el problema radica en que ya no saben interpretar. Mejor dicho, no manejan las reglas de interpretación, que están allí y siempre han estado. Revisando muchas decisiones recientes, parece ser que tienen razón. Otros dirán, que el problema no radica en la interpretación de las normas, sino en la indebida argumentación jurídica de los funcionarios, que recurren a toda clase de falacias argumentativas, creyendo que están argumentando impecablemente. Hernández Galindo hace referencia a la indebida valoración de las pruebas. Es decir, que no se están aplicando las reglas de la sana crítica, y más bien se ha reemplazado por un verdadero remate de finalización de temporada, como hacen los almacenes de cadena, que terminan ofreciendo promociones llamativas para que compremos más de algunos productos y menos de otros.
Se ha popularizado en nuestro medio, y gracias (o por culpa) a los medios de comunicación, la existencia de carteles de testigos. El problema no es que los carteles de testigos existan, sino que existen funcionarios que creen que su palabra es la verdad sabida, y ni siquiera dudan de su contenido. Para utilizar términos cotidianos, dirían nuestros funcionarios que han realizado una exposición espontánea y coherente y que por ello merece darle credibilidad al contenido del testimonio. No miento. Así ocurre en muchísimos casos. Por eso es que muchas veces cuestiono severamente a nuestros “honorables”, que adelantan procesos con fundamento en testimonios de individuos que a su vez están siendo procesados, y en donde el único factor de discernimiento es la impresión de sensatez que ostente el testigo. Yidis dice que dice la verdad, y los funcionarios investigados dicen que miente voluntariamente, o porque está demente. El caso es que el posible resultado de estos casos derive de si le creemos más al Ministro perverso –o al perverso Ministro–, mejor, o a una persona que quiere reivindicarse con la verdad, después de haberla maltratado, y que por eso merece credibilidad.
El tema se torna aún más complicado si miramos casos como el del Presidente Uribe contra el Magistrado Valencia Copete, en el que ambos juran que dicen la verdad y que los ataques contrarios son obra y gracia de un maquiavélico plan en su contra. Error. Maquiavelo era práctico y bastante táctico. A lo sumo, se trata de una simple y vil estratagema de descrédito. ¿Cómo resolver el caso entre un Magistrado infalible y un Presidente intocable? La respuesta correcta es, en derecho, pero lastimosamente, esa opción la eliminaron del brochure. Cualquier cosa podrá ocurrir, y seguramente nos veríamos enfrentados a un pronunciamiento como el de nuestro Fiscal General de la Nación, que menciona que todos, incluyéndose a él mismo, han sido engañados por todos, y ya.
La historia se está repitiendo. La Constitución no dice lo que realmente dice la Constitución. Las reglas de juego sobre las que se funda el juego democrático, no son intangibles mientras que el juego es variable, sino que cambiamos las reglas de juego para que se acomoden al juego concreto. Las normas reglamentarias que interpretan la ley, hoy pueden decir todo lo contrario a la ley que las funda, y se justifica la posición porque la ley le dio facultades interpretativas a un funcionario de la administración pública. Los fiscales se valen del carácter secreto de sus expedientes, no para montar un buen caso contra la defensa, sino para que el denunciante no pueda ejercer ninguna clase de control sobre su autónoma labor.
En un anterior ingreso, referencié el Tratado de la República de Cicerón, donde él defendía la justicia como el criterio orientador de todo buen gobernante (entendiéndolo en sentido amplio). En ese mismo texto, el autor parte de algo que para él era muy claro. Libertad no es sinónimo de licencia. Kant restringía la libertad de las personas hasta el momento en que se ingresara a la órbita de los derechos de otras personas. Kelsen se refería a la norma fundante como fuente de legitimación de los actos subordinados.
El problema al que nos enfrentamos actualmente es que nuestros operadores jurídicos parten de una contradicción lógica bastante simple, pero profundamente dañina. En efecto, los jueces en sus providencias, únicamente están sometidos al imperio de la ley –y de la Constitución– el problema radica en que cuando la Constitución es lo que la Corte Constitucional dice, por recordar lo que alguna vez manifestó el hoy exmagistrados Hernández Galindo– y la ley es lo que el juez dice que es, entonces nos encontramos con que el juez únicamente está sometido al imperio de sí mismo. Bajo ese entendido, entonces, nuestros jueces torcidos y rectos siempre serían justos, porque su actuación únicamente podría ser evaluada bajo sus propios preceptos, y no bajo criterios objetivos de sana crítica, de interpretación razonable y de argumentación jurídica. Parece inconcebible que estos puntos, que son lo primero que se le enseña a un estudiante de derecho, sean lo que tienen en crisis la administración de justicia en nuestro país.
Ya en su momento lo mencionó el autor Julio de Zan en su obra La ética, los derechos y la justicia, valiéndose de una cita de B.L. Shientag:
Este sentido popperiano del falibilismo de la razón no es extraño por cierto a la literatura de la teoría del derecho, pero tien que hacer todavía probablemente mucho camino en la conciencia y en la práctica de los jueces. “El juez que, antes de escuchar un caso , tiene la conciencia de que todos los hombres piensan con determinados prejuicios y pueden ser engañados por sus preferencias, tiene mayores posibilidades de hacer un esfuerzo conciente para lograr mayor imparcialidad y desapasionamiento que aquel que se cree que su elevación al tribunal lo ha transformado de una sola vez en el instrumento deshumanizado de una infalible lógica de la verdad” (Pg. 109 - Ed. Konrad Adenauer - 2004).
En otro momento nos referiremos a otros elementos importantes que aporta este autor. Por ahora, conviene revisar si en efecto nuestra sana crítica es sana, o al menos si siquiera es crítica. Por el momento, Hernández Galindo y yo parecemos estar de acuerdo en que no parece ser así. Mientras tanto, intentemos rescatar algo de la lógica para averiguar cuales de nuestros tres jueces son rectos y cuales son torcidos.
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